Tercer Festival Cultural

GestaCuentos

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Cuentos

EL ADEREZO DEL HAMBRE

Bernardette Moreno

La mano famélica mezcla los ingredientes al gusto de la huésped. Rolliza y sonrosada, aquella cierra los ojos imaginando el cúmulo de sabores que inundarán su boca. Pidió de todo: pollo, pavo, cerdo, res, pescado, cordero; acompañados cada uno, por supuesto, de diferentes salsas, guarniciones y ensaladas.

Solicitó cada noche, como decía merecer, una mesa esplendida.  Entre susurros y gritos pontificaba todo el tiempo: –¡Quiero la mesa vestida para una gran cena de gala! ¡Sólo cubiertos de plata imperial! ¡Necesito manteles brocados, cristalería y porcelanas! ¡Quiero lo mejor!

La criada asentía tras una sonrisa burlona.

Esa luna no marcaría la excepción. Antes de obscurecer, cuan robusta y vigorosa, explota de emoción. La convidada espera degustar los manjares preparados con esmero bajo sus órdenes: –con más aceite, pon mayonesa, a eso le falta tocino, la comida no va a saber a nada, el aceite de oliva se puede usar a discreción. ¡No seas tacaña!

La delgadez de la doméstica contrasta con la fuerza con que bate, amasa y muele los condimentos. No contesta a los insultos, solo mira de reojo la cantidad de grasas que mezcla para dar gusto a la mandona. El tocino, la manteca, los cacahuates, las cremas y mantequillas. No era la primera inquilina hambrienta que llegaba a su morada, sabía que debía darle gusto, como a todos los demás, antes de terminar ese, su noveno día. 

La flaca prosigue en su empeño como lo hicieran sus ocho antecesoras, una por cada día. Se esmera para lograr una mesa elegante, hermosa. Los detalles: flores, velas, servilletas. Los candelabros, esta vez, de plata.

Es increíble que la inquilina siga con hambre, es su novena noche y las sombras no han logrado interpretar sus movimientos para conocer el motivo de su hambre. La demacrada mujer continúa sus preparados con ayuda de aquellas manchas que encuentra en el pasado de la hoy occisa. Es la última oportunidad de cobrar los favores entregados.

¿Cómo y cuándo llegó esta mujer al Parador? Trata de recordar guadaña en mano, la anfitriona de esa, su última cena. Con los aires de una memoria oxidada la mira entre brumas: tenía apenas cuarenta años, era… era… era más bien nadie. ¡Cómo rogó auxilio y apoyo! Sus lamentos cimbraron las catacumbas de Roma: “A ti, única deidad que veré con gloriosa dicha en el último momento de mi vida, te pido poder y fuerza para participar de tu infinita abundancia.”

Cuando logró ser tesorera, compró y vendió favores de todo tipo; robó información confidencial y chantajeó a sus colegas. No esperó las instrucciones de “La Señora de la Muerte”. Urgida por una voracidad que las tinieblas nunca lograron interpretar, saciar su íntimo vacío fue imposible. Vivió todo como si fuera nada. Los deseos internos no cejaron; siempre quería más y más.

Era la noche precisa. La gruesa mujer de los dineros lucía un vestido de seda. Ella esperaba gozar la mejor noche de su vida. El momento le era confuso. No recordaba las oraciones que había proferido a la “Santa Muerte”. Acomodaticia como era, asumió que su bonanza había sido concedida por merecimientos propios, no cesaba de mentirse para convencerse: Si llegó es porque lo merezco. Llegó porque lo merezco. Llegó, lo merezco. Lo merezco. Merezco.

La emulsión cremosa expedía un aroma irresistible, la misma flaca no dejaba de probar el banquete. Segura de que esa noche caería, consideró que la sed de poder había sido demostrada en ese apetito exacerbado. Lo mejor del arte culinario estaría en esa novena mesa.

El hambre fue su sino, las tinieblas no la reclamaban, ella estuvo destinada a la muerte por los excesos que recorrían su cuerpo. No se encontraron amigos íntimos a quienes sacar información, el novenario fue comunitario, nadie reclamó el cuerpo.

Ataque cardiaco decía el parte médico.

El vacío continuó latente hasta el último latido de su alma. El novenario concluiría. Era momento de encontrar y sacar a la luz las razones de su ya inerte corazón.

Con una sola comensal, el banquete se sirvió a las nueve en punto, música de violines y maridaje perfecto. La invitada de honor probó de todo. Indiferencia plato tras plato. El rictus se fue modificando de deseo a irritación. Se levantó dando un manotazo, tomó el candelabro y golpeó cristales y loza. Las viandas volaron sin clemencia. No hubo forma de satisfacer a la nada. Las sombras huyeron despavoridas de la robusta mujer sin haber cumplido con su cometido en el plazo estipulado. El anhelo no fue descifrado y habiendo concluido el rezo del noveno día, no había nada que hacer. Nadie podía reclamar su escurridiza esencia.

Con el rostro descompuesto, después de la ofrenda definitiva y el amen de la oración final, se abrió la urna. El silencio caía a granel. Cada partícula se iría con el correr del rio. Un segundo antes de quedar esparcida abrió los ojos. Su abuela llegaba con un pequeño frasco. La pisca de sal le llegó demasiado tarde. Recordó que después de varios días sin comer, de llevarse el puño a la boca para calmar el hambre, la anciana le servía una ensalada de cebolla y tomate. Lo único que deseó en la vida fue un poco de sal para condimentarla.

DEMOCRACIA HASTA EN LAS TORTAS

Luz María Bañuelos

Estábamos en la secundaria, ─a inicios de los sesenta─ nos citaron para hacer “un servicio a la patria”. El abogado que nos daba la clase de civismo nos indicó: “Es importante, llenar todas estas boletas con el nombre, dirección, edad y estado civil de cada ciudadano del pueblo mayor de veintiún años. Están en estas cajas”. Así que nos dividió en equipos, las repartió y nos asignó un barrio. Nos pareció demasiado, y con caras largas enfrentamos semejante tarea.

Primero preguntamos casa por casa los datos, había muchos remilgosos. Entonces, inventamos que era un censo de salubridad para construir un hospital, la gente que se anotara tendría el servicio; así terminó la desconfianza. Al final del día aún había boletas. No quedó de otra, inventamos nombres, fuimos al cementerio y escribimos el de las lápidas, los teporochos e hicimos combinaciones con domicilios inexistentes. Los compañeros fueron a las cantinas de la calle de las mujeres alegres, en aras de la democracia, hasta que no quedó ni un solo papel por llenar.

Después nos dijeron que al reverso colocáramos una cruz sobre un círculo tricolor, pero que no marcáramos el círculo azul y blanco. Debajo de cada uno estaban los nombres de los diputados, senadores y el gobernador que próximamente tomarían el poder.

Nos divertimos mucho porque a veces cruzábamos el círculo azul. Ya para la tarde estábamos muertos de hambre y nos invitaron tortas, unas de chorizo y otras ahogadas, mmh… aún recuerdo… y para no atragantarnos, una coca cola; eso sí, no faltó la democracia: podíamos escoger y hasta comernos dos por piocha y repetir el chesco.

Al día siguiente en la clase, el profesor de civismo nos habló de la democracia en Grecia, un estudiante preguntó ¿los esclavos votaban? La respuesta fue “no” y alguien aclaró: “los mexicanos tampoco”. El profesor se ruborizó.  “Llegará el momento en que las votaciones estarán bien organizadas, hasta podría haber un organismo garante de la democracia…” Se hizo el silencio… “Sí, ¡Ustedes lo verán, muchachitos!”, aseveró, pronunciando cada palabra lentamente y con voz profunda, como una profecía lejana, inminente e irreversible. Así concluyó la jornada electoral.

SUSURRO EN EL SILENCIO

Eva Monroy Ojeda
Muchos se esconden
en el silencio
porque no pueden
enfrentar
sus propias sombras.
Pablo Sciuto
Cantautor y poeta uruguayo.

 

 

En la penumbra de la noche, Azucena despierta con sobresalto, confundida enciende la lámpara, colocada en su buró; trata de recuperar de la memoria la pesadilla que acaba de tener. Desde hace tiempo en el silencio de la noche, la despierta el corazón acelerado. Lo elude, que así latió, cuando conoció a Saúl en la Preparatoria.

Miraba a Saúl y decía que era el hombre más guapo; con su voz de barítono inconfundible, el olor de su piel, todo él, la cautivaba …

Ahora, solo está la huella recóndita en la memoria. Se ha preguntado desde hace un mes, en la fecha que coincidió cuando se conocieron, en el siglo pasado, fue en el primer día de clases.

Se pregunta:

¿Desde cuándo no ha tocado su piel tibia, en ese ritual único que terminaba en el éxtasis?

Solo musita:

Umm…hace años. Al principio de su relación de pareja, tenía presente cada detalle, con puntos y comas, ahora sabe que solo hay puntos suspensivos. Un día, todo ese sentimiento se consumió en el mismo fuego de la pasión, no logró sobrevivir su amor, ni la empatía, menos la amistad.

La pesadilla aísla su sentir para envolverlo e invadir ese momento. En voz baja dice:

somos dos almas errantes que vagamos sin sentido en este espacio, almas solitarias, vacías que buscan descanso en medio de la noche. Toca su pecho para sentir su latido, agrega:

¿Cuántos años, con la ausencia de su calor en mi cuerpo? Su respirar ya no está y lejano quedó el latido en su pecho sincronizado al mío. Hoy en esta noche interminable de malestar. Sus latidos han enmudecido. ─ inhala profundo ─   

Está consciente, que esas noches de largas vigilancias terminaron, ante esa incertidumbre de infidelidad, lo concluyó de un tajo cuando al sorprenderlo y en ese mismo instante erradicó a Saúl de su espacio íntimo y personal.

Suspira y evoca ese tiempo, ya son cuatro décadas.

Piensa que fácil es decirlo, pero es difícil recuperarlo. Azucena, bosteza, frota los ojos con sutileza.  Con la mano derecha temblorosa, al apagar la lámpara, mueve el vaso de vidrio con agua, el que espera, la siguiente dosis de su medicamento.

El ruido del cristal al caer interrumpe el silencio de la noche. Segundos pasaron, cuando Azucena escucha pasos en el pasillo, después, una voz casi al susurro, tras la puerta cerrada, dice:

─Amor ¿Todo bien? ¿Necesitas algo?  Es la voz de Saúl.

No hay respuesta.

…Pasos que se alejan al cuarto contiguo.

¡Silencio!

BASTÓN DE CEDRO

Isis Mendoza

Observas tu café sobre la mesita de la cafetería, parece esperar a que lo bebas, mientras la vida sucede sobre aquellas calles empedradas. Miras tu reloj, Han transcurrido cuarenta minutos en silencio, sola, como mera espectadora. Una pareja joven se sonríe mientras pasan ─tomados de la mano─, no los pierdes de vista hasta que desaparecen en la distancia. Colocas el dorso de tu mano frente a ti, la sortija de veinticuatro quilates, recién pulida, brilla como la primera vez. Lo miras escribiendo, revisando una y otra vez su celular: no quiere perderse nada…

El bastón de cedro apoyado sobre la silla es tu verdadero compañero; en ocasiones lo odias: te recuerda el accidente. Miras tu pierna, sabes que una cicatriz grande se dibuja debajo del pantalón, como testigo del tiempo detenido. Un grupo de muchachas capta la atención de Demián; suspiras profundo, te recuerdas de joven, con esas minifaldas que tanto le gustan a él. Te molesta, le solicitas irse. No agregas más. Al día siguiente será tu cirugía. Él avanza con rapidez el carro, tú vas detrás, intentas alcanzarlo.

Termina el día en una tranquila noche, sin ganas de roer en tus pensamientos, ni dejarse arrastrar por la vorágine de miedos que te devuelve el espejo todos los días, solo quieres dormir, entregarte al descanso del cuerpo.

Al día siguiente, te presentas a la operación con tu hermana. Él tiene un viaje de negocios. Pasadas las horas, ambos logran un resultado exitoso. Te llama para informarte que irá a festejar. De regreso a la ciudad tiene un accidente…

Regresas de verlo en el hospital, él no tenía ánimos de hablar. Te recuestas en tu cama, no puedes quitarle la vista a aquel lindo bastón.

CON CARAMELOS

Juan Carlos Villaruel Hemmer

Los gritos de desesperación se adueñaron de séptimo piso: provenían del consultorio. Los papeles regados en el piso y escritorio, el libro tirado al lado de la silla, indicaban lo sorpresivo de la situación.

Una docena de personas hablaba al mismo tiempo, mientras la dueña de la bata blanca intentaba, sin saber a ciencia cierta para qué, sujetar la cabeza de la paciente que convulsionaba; habían interrumpido su siesta matutina y la indisposición que esto le causaba no le permitía pensar con claridad.

Para Estela el día comenzó como casi todos, saludó con rapidez a sus compañeros más cercanos y les sonrió con ese aire infantil tan personal a quienes se cruzaron en su rápida caminata hacia su escritorio. Preguntó por los pendientes y se dispuso a acomodar los sellos, revisar la existencia de papelería.

Aunque sabía que su jefa no le tenía confianza –qué mayor prueba que pagar a otra secretaria con recursos propios—se sentía contenta porque gracias a su puntualidad, empeño y entusiasmo después de unos meses logró que le recibiera el café y a últimas fechas hasta platicaban un poco.

Después de la breve rutina, prendió su computadora, tal vez ese día se le presentaría algún pendiente, si no, como en otras ocasiones llamaría a su hija adolescente para no perderle la pista. De repente, se le nubló la vista, se mareó y se aferró con fuerza a su escritorio para no caer de su silla. Informó a su compañera: “me siento mal”, pero ésta sólo escuchó un balbuceo. Su compañera identificó de inmediato la gravedad del asunto; se incorporó mientras gritaba: “¡Ayúdenme con Estela!”

El caos se desató: “¿qué tienes?, ¿qué te pasa?, ¿qué hacemos?” Se confundían las voces de los

que rodearon de inmediato el escritorio.

Alguien con sentido común comprendió que a Estela le sería imposible reponerse y lo mejor sería llevarla al consultorio del piso inferior. Con todo y silla la subieron al elevador e irrumpieron en el consultorio de la doctora Jacinta, a quien encontraron sumida en tan profunda meditación, que cualquiera la hubiera confundido con una siesta.

Mientras pasaba el alboroto y la doctora intentaba entender a qué se enfrentaba, Estela volvió en sí. Recuperó, casi, el habla normal para explicar cómo se sentía. La doctora aprovechó para asegurar que: “había una doctora trabajando; ella evaluaría a la compañera y tomaría las decisiones necesarias. Avisaría en cuanto tuviera certeza de la situación. Por lo pronto, era importante despejar el área”.

Mientras los compañeros volvían a sus labores, se reavivó la añeja discusión sobre las habilidades profesionales de la doctora del turno matutino, en contraste con las de su colega del turno vespertino, el doctor Radilla, a quien muchos consideraban mejor preparado.

Mientras tanto, en el consultorio, Jacinta pidió a Estela recostarse sobre la camilla. Tomó sus signos vitales, preguntó más detalles sobre el episodio y diagnosticó “una ligera baja de azúcar”, que intentó remediar con un par de caramelos que extrajo de su bolso.

Le pidió a su paciente descansar para recuperarse. Ella le diría cuándo podía volver a sus labores: “Te mantendré en observación”. Después regresó a su escritorio para concluir con la meditación violentamente interrumpida.

Cerca de las 2:30 de la tarde, Alberto, esposo de Estela y trabajador de otra área, irrumpió en el

consultorio. Apenas enterado de lo sucedido, le preguntó por el estado de salud de su mujer. En cuanto escuchó la voz preocupada del hombre, recordó que tenía una paciente. Se levantó con tanto ímpetu, que un libro y varios papeles cayeron de su escritorio al piso. Se acercó a la camilla, seguida por Alberto. Estela estaba inconsciente, los ojos en blanco y una gruesa línea de saliva escurría por la comisura de su boca abierta.

El grito de Alberto que exigía una respuesta profesional desató, de nuevo, la locura. La doctora no atinaba bien qué hacer, repitió varias veces el nombre de Estela, como quien llama a una niña a levantarse para ir a la escuela. Pareció que la repetición del nombre despertó las convulsiones, rabiosas, escandalosas, acompañadas de una suerte de vómitos. La puerta había quedado abierta y algunos compañeros que se encontraban en el sindicato, rápidamente acudieron ante los gritos exasperados de

Alberto.

Una voz ordenó: “¡Al hospital de inmediato!” Otra persona llamó al servicio de ambulancias del

nosocomio que se encontraba en la esquina de la misma calle. Los paramédicos acudieron pronto. Si bien en el desorden del consultorio a la doctora e improvisados ayudantes les pareció una eternidad, mientras veían a Estela volver a un estado de semiconsciencia, donde al tratar de hablar tergiversaba las palabras.

Tan pronto vieron la escena, los expertos pidieron despejar el área; le preguntaron a la doctora los datos de la última medición de azúcar, mientras la cambiaban a su camilla, a la cual ataron con fuerza para un descenso rápido en vertical por el elevador. Con ojos de asombro y susto, la doctora reconoció desconocer el dato. Los paramédicos seguían su trabajo con eficiencia; sin embargo, intercambiaron miradas de preocupación. Consiguieron subirla al elevador y llegar hasta la ambulancia que ya esperaba a las puertas del edificio de oficinas. El minúsculo traslado llevó apenas un segundo que duró una eternidad para Jacinta, quien comenzaba a comprender lo terrible de su actuación.

Los signos vitales de la paciente caían peligrosamente. Su piel se tornaba ceniza y el cuerpo perdía tono muscular. Sus ojos se abrían y cerraban sin control y sus pupilas bailaban a su antojo en las cuencas oculares. El médico a cargo del área de urgencias preguntó lo ocurrido: los paramédicos trataron de reconstruir la historia que no tenían y la doctora medio complementó algo, pues para ese momento el pánico la había atrapado.

Alberto siguió a pie el camino de la ambulancia. De repente, sintió una mano en su hombro que lo confortaba, era la de Honorato, el líder sindical. Se sintió acompañado. Dos minutos después, el doctor a cargo salió y preguntó por algún familiar de Estela. Alberto se adelantó, dijo ser el marido. De manera ejecutiva, como quien tiene en sus manos la vida de alguien, le preguntó si padecía alguna enfermedad: “¡Diabetes!”, afirmó con seguridad. Sin responder, el médico volvió a la sala de urgencias; al cabo de unos minutos reapareció con buenas noticias y un diagnóstico: Estela se encontraba estable, fuera de peligro, se quedaría en observación porque estuvo a punto de sufrir un choque hipoglucémico. El episodio pudo haber tenido un desenlace fatal. Ahora, Alberto podría verla y acompañarla a comer.

La sala de espera del hospital era una romería. Al menos diez trabajadores festejaban la buena noticia en torno a Alberto, quien lloraba entre aliviado y angustiado. Honorato trataba de poner orden en la situación, o tal vez intentaba hacer notar quién mandaba.

Mientras esto ocurría, la doctora Jacinta salió del área de urgencias con el talante de quien va al patíbulo: desencajada, pálida, con los ojos desmesuradamente abiertos; recibió una decena de miradas de reproche, algunas combinadas con ira. Sin que ninguna voz le dijera palabra, aclaró al aire: “¡Voy al consultorio por mi cédula profesional!”

Poco a poco el grupo de trabajadores se dispersó. El líder sindical asignó un acompañante para permanecer con Alberto en la sala de espera, mientras él volvía a su oficina para atender asuntos sindicales.

Poco después se confirmaron dos noticias: la empresa despidió a la doctora por su deficiente desempeño en el caso y el responsable de urgencias del hospital la acusó formalmente de negligencia médica. Desde entonces, el doctor Radilla quedó a cargo de ambos turnos.

¿CON QUIÉN SE QUEDA EL PERRO?

Guillermo Torres

Mentiría cobardemente si dijera que no tengo temor a lo que se avecina en cuanto llegue mi pareja. Tengo una sensación peor que la de estar en un cadalso. Mi novia no es de armar escándalos, pero una vez que toma una decisión nada la detiene. Para esta hora de la noche su amiga ya debió informarle sobre nuestro encuentro.

Hoy temprano por la mañana me comuniqué con Verónica para invitarla a comer, tenía unas ganas terribles de platicar con ella. No sé, lo necesitaba. De regreso del restaurante pasamos por un bar y creí que las sabrosas confesiones que nos compartíamos podrían aderezarse con unos tragos de tequila. Ella no se negó; como quiera, había que continuar; y es que, cortar de tajo una charla es semejante a un coito profiláctico: parece que hubo algo emocionante, pero te quedas en blanco. Es una pérdida de tiempo y de talento.

Íbamos tan embebidos en nuestras charadas que no reparé en una parejita que me detuvo a la entrada del bar, justo cuando le dedicaba mi mejor sonrisa a la “hostess” y le solicitaba una mesa. “Hola, Cecilio, ¿qué andas haciendo por acá?”. Se me bajaron hasta los tragos que aún no consumía. Primero no entendí qué decían; después mi mente luchaba por descifrar su pregunta palabra por palabra: no ubicaba quiénes eran, ni qué querían, estuve a punto de ofrecerles unas monedas… Entonces ─entre sensaciones poco gratas, por cierto─, mis sentidos se focalizaron en sus rostros para realizar esa inevitable tarea de asociar rostros con nombres. Pero, lo que habitaba mi Backstage mental no era más que culpabilidad. Una culpabilidad anticipada y estéril, hay que aclarar.

Y antes de que mi memoria reaccionase, mi conciencia primaria me empujó a hablar: “¿qué?”: cualquier cosa, no tenía importancia, había que entretenerlos mientras mi cerebro asumía el control:

─ ¡Hola! ¿Cómo están? ─los saludé al tiempo que me obligaba a repartir besos y abrazos─, ¡pero qué gusto verlos! ─mi mente se esforzaba por relacionar, como mazo de barajas, caras con nombres, caras con nombres, caras con nombres, cara, cara, nombre, nombre─, ¡ah, claro!, pero si viven en esta zona, ¿verdad? ─ ¡maldita sea!, al menos un nombre─ ¿y qué, andan en el paseo vespertino? ─ ¿les pregunto por su mascota?, ¿tienen? ─ Casi los veo con perro en mano, ja, ja, ja ─por sus sonrisas asumí que no tenían, ¡qué envidia me dan, cabrón!, pero esas sonrisas me recordaban malos ratos─ Ah, miren, les presento a… a… una amiga… ─Hice una pausa para meditarlo. No, meditarlo no… una bruma aterrizó en mi loca cabecita y me dije: ¿por qué no? Una pregunta no verbalizada apareció en el horizonte de los cuatro: “¿y quién es esta amiga tuya?”, pero me aguanté, casi sentí cómo sujeté con fuerza mis partes íntimas y no contesté esa obligada pregunta… Creo que hasta tuve arrestos para sonreír. No les aclaré quién era mi amiga: que se chinguen, pensé. Sentí que sus ojos se abrieron más que la sed que me mataba para ese momento. La mirada de él fue de conmiseración, sabía quién era su pareja y qué haría apenas me dieran la espalda; ella, que tampoco evitó una sonrisa socarrona ─hasta los caninos enseñó, la mustia─, también sabía lo que haría… Pocas son las certezas que tenemos en la vida, pero algunas mujeres nos muestran el rumbo…

La semana anterior vi un vídeo en mi “Instagram”: una conferencia sobre las relaciones de pareja. El tema versaba sobre el amor y el deseo, el planteamiento era que el primero requiere seguridad, certeza, firmas legales y eclesiásticas; pero justo eso mata el deseo y a la larga también el amor. Por su parte, el deseo se alimenta de incertidumbre, de libertad, de encuentros casuales, requiere quizá, y solo quizá, echar mano de otros amores ─reales o ficticios─. Son fuerzas antagónicas.

Y entonces, como una epifanía, creí encontrar la solución a nuestros problemas de pareja, a ese agobio de la rutina: que los pagos, que los médicos, que el entrenamiento del perro para que deje de morder cuanto mueble se le cruza por su hocico ─ ¿en qué desgraciado momento nos hicimos de ese animal? ─, que no habrá vacaciones porque nadie quiere cuidarlo. Una lotería de compromisos que nos consumen. Pero si le dijera: “anda, tomemos las maletas y larguémonos lejos: mandemos todo al carajo…” ─sobre todo a ese maldito destructor─, pensaría que estoy loco.

Pude mencionarles a los amigos de mi novia que en realidad era mi sobrina, pero no lo hice. Me pregunto si tendré el valor de enfrentar esta situación, de permitir que la bomba estalle y entonces que me diga todo lo que ella tiene guardado ─” Empecemos de nuevo”, le suplicaría─. Escucharía estoicamente sus reclamos, nuestros reclamos, nuestros dolores, vaciaríamos las angustias, las de ambos y llegaríamos a un lugar que nos regrese a lo que teníamos, cuando recién iniciamos, cuando solo teníamos una colchoneta para dormir y un foco que llevábamos de un lado a otro en nuestro departamentito prestado. Hasta el papel de baño faltaba; pero hoy, aquello es lo más parecido al paraíso… ¿Lograremos regresar el tiempo, el deseo se apoderará nuevamente de nosotros? No será fácil. Yo soy el soñador y ella la certeza. La duda me carcome, pero es lo más sensato que se me ha ocurrido para salvarnos. Que todo explote para iniciar de cero. Y una vez pasado el temporal, le explicaré lo que sucedió: “en realidad era mi sobrina, Verónica, la recuerdas; no se los dije para ver qué cara ponían. Los hubieras visto…”, le confiaría, y nos reiríamos…”

Son las dos de la madrugada, debió llegar hace cuatro horas, no se ha reportado ni contesta el celular… La noticia ya la conoce, ahora sí lo sé… Me gana el sueño…

No puedo recordar si me comuniqué con su mamá o fue una pesadilla:

─No quiere saber nada de ti, querido, siéntete libre de hacer lo que te venga en gana, dice mi hija. Ah, y para que no tengas nada más qué aclarar, ni necesidad de comunicarte con ella o conmigo: dice que te quedes con el desastroso departamentito y con ese animal del demonio, para que sigan haciendo de las suyas, que ella siempre lo odió…

¡Pinche perro!, eso sí recuerdo que grité.

SETENTA Y OCHO NOCHES

Mónica Herrera

Con las manos sobre tus oídos pretendiste no escuchar el estruendo de las bombas que cimbraron las paredes de aquel lugar obscuro, con olor a moho y orines. Era la primera noche de una pesadilla que se repitió una y otra vez. Pusiste atención en el eco de tu voz al tararear nuestra canción favorita, la que mamá solía cantar cuando usaba sus brazos para protegernos, ya sin ella, nuestra guarida era el sótano del abuelo, ese espacio lleno de vecinos amontonados. En contra de tu voluntad, debiste esperar el fin de esa guerra absurda que te privaba de ser quien eras en realidad. El abuelo era duro contigo, por ser el mayor de los tres, sus exigencias recaían en que te mantuvieras fuerte y enfocado; esos días caóticos no serían infinitos porque tu verdadero destino te esperaba, un día serías el mejor tenista de todos, pero cada noche que estuviste en cautiverio fue tu tormento, eras furia contenida.

Los susurros de la gente dentro de ese sótano te desesperaban, como un enjambre de moscas acechándote, seres humanos con rostros demacrados, casi unos muertos vivientes, sé que los odiabas más que a los estruendos de los misiles. Al menos estuvimos a salvo ahí en Banjica, en ese refugio antibombas, más seguros que en el centro de Belgrado de donde huimos, desplazados de casa y tiempo después del país.

Transcurrieron veinte, treinta noches y los ataques a la ciudad siguieron. Las sirenas a las dos de la madrugada eran una alerta del peligro inminente. Escondías tu miedo, fuiste el hermano mayor de nueve años que se convertiría en nuestra fortaleza. Cuando llorábamos, nos sacabas una sonrisa con tus caras y poses graciosas, al final sabías como distraernos, siempre has sido mi héroe.

Para la noche cuarenta el insomnio te convirtió en un alma en pena que deambulaba de lado a lado mientras intentabas no pisar algún bulto humano. Botaste tu vieja pelota una y otra vez con ganas de reventarla: si no descansabas, nadie más lo haría. El abuelo te pescó por las orejas y dijo esas palabrotas que mamá insistía en que no repitiéramos, pero que a ti te encantaba decirlas.

Con un gis, marcaste cada noche en el muro, te preguntaste cuántas más vendrían. Soñabas despierto estar en una cancha, vencías a tus oponentes con gran facilidad y hasta te burlabas de ellos. Soñar no era suficiente, enloquecías sin jugar.

Harto de vivir encerrado, tus fugas se volvieron cotidianas durante el día, tus piernas y brazos anhelaban ponerse en marcha, sentirte libre. Aprovechaste que el abuelo te mandaba por la leche para practicar de a ratos. En las calles viste cosas aterradoras, como el cuerpo de un niño de tu edad, boca abajo con la cabeza ensangrentada, víctima de la guerra. Decidiste que eso no te sucedería a ti.

Entrenaste en cualquier espacio, con los estallidos como música de fondo. Golpeabas la pelota contra los muros con orificios de bala, manchados de rojo y marrón, pero te evadías, tu objetivo era claro: jugar tenis cómo y dónde fuera. Inhalabas y exhalabas mientras corrías. Imaginaste estar parado en la cancha central de Wimbledon, aclamado por la multitud.

Setenta y ocho noches transcurrieron largas y turbulentas. En ninguna de ellas dejaste de taparnos los oídos cuando la alarma anunció setenta y ocho veces ese momento de dolor y pánico.

Salimos ilesos de la oscuridad de la guerra y tantos años después, llega para ti una nueva noche de confinamiento, la setenta y nueve. El encierro y la zozobra vuelven a aparecer, ahora es por la pandemia del COVID-19. Te encuentras en Australia, detenido por no vacunarte. El mundo se ha puesto en tu contra. Los que alguna vez te nombraron “Novak Djokovic, el rey del Abierto de Australia”, por ser el tenista con más títulos en ese torneo, hoy te tratan como un enemigo por no cumplir con sus normas de ingreso al país. Te enfrentarás a un juicio público, mientras tanto eres remitido a un centro de detención para inmigrantes ilegales, ahí te das cuenta de que ya no eres el deportista que entretiene a las masas, sino un extranjero más. ¿Cómo es posible si solo ibas a jugar? Decidiste no vacunarte y estás muy seguro de que no lo harás.

Pasas las noches ochenta y uno y ochenta y dos encerrado, marcando cada una en el piso, preguntándote cuántas más vendrán. No hay estallidos, escuchas a algunas personas que corean tu nombre, te asomas por una pequeña ventana para saludarlos, sus pancartas dicen: “Ánimo, Nole, te queremos”, pero esas palabras casi no te reconfortan, no encuentras paz, eres furia contenida, te sientes víctima de una nueva injusticia. Incluso el presidente de nuestro país no puede hacer nada para que juegues en Australia sin estar vacunado.

Te asignaron una cama pequeña entre suciedad y gente apretujada en aquel lugar obscuro, con olor a moho y orines que avivan el resentimiento que llevas incrustado, el que no has sanado a pesar del tiempo.

La comida tiene un aspecto desagradable, te da náuseas. Ese sitio es como una torre de Babel, lo cual no te preocupa porque hablas varios idiomas; aunque en realidad no quieres que nadie te moleste, estás en modo supervivencia, te sientes enloquecer sin poder competir y atrapado de nuevo. Ahí nadie sabe quién eres, solo hay seres humanos con rostros demacrados, casi unos muertos vivientes huyendo del dolor y del hambre en sus países.

En la noche ochenta y tres, recibes noticias. La puerta del centro de detención se abre, los australianos revocan tu visa, enviándote de vuelta a Serbia sin miramiento alguno. Sales con una sonrisa fingida, a ti nadie te vence, a sabiendas de que el mundo te observa, pero tu corazón está lleno de tristeza y de ira, castigado dos años sin jugar por no vacunarte.

Aunque muchos te hayan dado la espalda, sigues en la lucha por tus ideales. No traicionarás a tus seguidores. Te mantienes firme, nunca te rindes. Regresas a tu país, a tu pequeña Serbia, la que siempre defiendes, la que asumes que todos desprecian, ese terruño que forjó al héroe que vemos en ti. Te refugias en lo único que deseas hacer en la vida, el tenis. Juegas en casa, arropado por tus pequeños hijos quienes son el motor de tu lucha diaria. Y así, con raqueta en mano, entrenas con talento y determinación. Sale el sol, al fin puedes tomar una raqueta y reventarla las veces que se te dé la gana. El camino de vuelta al mundo de los vacunados será difícil, pero sigues adelante al recordar las setenta y ocho noches que te hicieron más fuerte.

NADIE PUEDE CALLAR A LOS MUERTOS

Andrea Soto Gallardo

Hincado, con las manos sudorosas atadas detrás de la espalda, saboreó el gusto rancio de la tela percudida. Su propia respiración acelerada lo ensordeció. Un hombre joven hablaba a lo lejos, era imposible saber lo que decía. El calor y el miedo lo sofocaban. Trató de gritar, pero hasta su voz lo había abandonado.

Percibió algunos cuerpos amorfos moviéndose detrás de la venda que le cubría los ojos. Identificó por sus voces que se trataba de dos muchachos que no pasaban de los treinta años. Uno de ellos se acercó. Cuando detectó el frío de la boca del cañón en la sien, apretó los párpados con fuerza.

Lejos, en medio de la última clase en la secundaria, Alma guardó silencio. Sus alumnos tuvieron que disculparla y unas horas después, la directora anunció que se ausentaría de la escuela por un tiempo, hasta que el asunto se solucionara. Encerrada en un denso mutismo, no pudo esbozar ni una sola palabra. Poco a poco aprendió el idioma de las señas. En el mercado pedía los jitomates, las cebollas y los chiles moviendo la cabeza, apuntando, alzando el índice y el dedo medio para indicar dos kilos. Los días se acumulaban uno tras otro en su rutina ineludible a pesar de que Jorge no apareciera.

El día que él partió, salió muy temprano, antes que el Sol. Llevaba consigo la maleta negra de siempre, desgastada de tantos viajes. No cargaba en ella mucha ropa, la cobertura en Chiapas sería corta. Un par de semanas atrás había recibido información sobre las rutas que el narco usaba para transportar migrantes, así que empacó la cámara fotográfica. Al despedirse, Alma, le amarró en la muñeca izquierda, una pulsera de hilo de la que colgaba una estampa de San Francisco de Sales y le besó la mejilla para impedirle protestar.

Pocos días después de su partida dejó de tener noticias. Nadie supo decirle nada. El editor del periódico tampoco se hacía responsable, después de todo, él era un trabajador independiente, le dijo. Añadió que lamentaba la situación, y que desearía poder hacer más. Sí, cómo no, pensó Alma. Se aprovechaba de su mudez, de que no podía mandarlo a chingar a su madre. Lo hizo con la mirada.

Tras algunos meses, algunos rumores incongruentes llegaron a ella. Que se había ido para Motozintla, o que lo vieron en la carretera a Chicomuselo. Nunca nada concreto.

Persona desaparecida, ayúdanos a encontrarla. Treinta y tres años, tez morena, uno ochenta metros, complexión media, cara cuadrada, cabello castaño, mentón redondo, orejas pequeñas, nariz achatada, labios gruesos. Señas particulares: un tatuaje de flores en el antebrazo derecho.

El anuncio genérico en redes sociales no mencionaba nada sobre su mirada franca y su pletórica risa. Tampoco decía nada sobre el esmero con que, después de un largo día de clases, la recibía con la comida caliente puesta en la mesa, un té de hierbas y el agua lista para el baño nocturno. No hablaría sobre aquellas noches en que la rodeaba con su cuerpo tibio hasta que se quedaba dormida. Nada. Era simplemente uno más entre los desaparecidos.

Alma hizo una maleta pequeña. Esperaba encontrarlo pronto. Una nunca se imagina estas cosas, mucho menos prevé que pasen años antes de obtener algo, una pista siquiera. Había visto en las noticias montones de avisos sobre personas desaparecidas; un desfilar de nombres y rostros extraños que nunca podía retener. Pocas veces se sabía de buenos desenlaces. Encuentran el cuerpo de Irma en el Gran Canal. Mujer joven es hallada sin vida con signos de violencia. Hallan restos de estudiantes en fosa clandestina.

El caso de los jóvenes lo siguió de cerca, con una ansiedad inusual que no le permitía dormir por las noches. Las circunstancias en que encontraron los cadáveres no fue lo peor, sino la falta de actuación por parte de los poderes del Estado, que dejaron ir a los únicos sospechosos por un mal procedimiento derivado de una detención irregular. Cuando el juez dictó la sentencia absolutoria, Alma se quedó sin palabras durante días.

Encargó a Sócrates con su amiga Norma. El perro labrador negro, que seguía esperando la vuelta de su humano, se despidió de ella con angustia. Lo tomó por el hocico y le prometió traerlo de vuelta, a costa de lo que fuera.

Al llegar allá, se unió a un grupo de mujeres que como ella buscaban a sus desaparecidos. Se organizaban para ir a cavar en los lugares en los que la fiscalía no indagaba, aunque de sobra sabían de su existencia. Era abrasadora la potente solidaridad que había entre ellas. Al anochecer contaban historias. Tenían aún fuerza para reír. Alma, que comenzaba a olvidar el sonido de su voz, se reconfortaba escuchando las conversaciones de las compañeras más estruendosas.

Las amenazas aparecieron a la par de los cuerpos, que hueso por hueso las mujeres recuperaban. Que la muda dejara de indagar, o el silencio se volvería definitivo. Pero las buscadoras eran implacables. Un ansia de justicia las convocaba a continuar. El olor fétido de los fosos les aceleraba el corazón. Por terrible que fuera, aquellos eran los vestigios de una persona amada.

Fernanda Juárez, fundadora del grupo, era la mujer con más experiencia de todas. Le aconsejó a Alma no dejarse intimidar. Cuando lo pierdes todo pierdes el miedo, y entonces sí no hay nada que esos weyes te puedan hacer, le dijo antes de empinarse un trago de pox. Era ella la que frecuentemente traía nuevos datos y la que averiguó primero cuál era la ruta en la que se habían llevado a Jorge.

Mientras se agazapaba detrás del coche intentando capturar con su lente uno de los camiones de redilas que transportaba a los migrantes, un halcón novato lo había delatado. Se lo treparon y no se supo más. La persona que dio el pitazo conocía muy bien al tipo, habían crecido juntos en el mismo barrio. Les dio el nombre y les dijo hasta en dónde se estaba quedando. No estaba lejos. Era la casa de su cuñado. Fernanda Juárez dio aviso a las autoridades. A ver si así, dijo, dándoles toda la información, hacían algo los cabrones.

Ahora que Alma tenía un nombre, las horas se le iban en recitarlo: Julio Alexis Ramírez Ortega, el Pulga, Julio Alexis Ramírez Ortega, el Pulga… El Pulga. No podía ni quería olvidarlo, porque esas palabras, que antes no significaban nada para ella, ahora eran todo lo que la conectaba con Jorge. Necesitaba aferrarse a pronunciarlo.

La mañana del primero de octubre, once meses después de que inició la búsqueda, Alma alzó con fuerza el pico para enterrarlo sobre el barro suelto. La zanja, donde otros huesos de animales, trozos de tela y demás elementos putrefactos yacían bajo el sol implacable del medio día, la había localizado Fernanda, y junto con otras diez mujeres, se habían movilizado inmediatamente cargadas de todas las herramientas necesarias para lograr su labor.

Las mujeres jóvenes, maduras, menudas y robustas, todas, se unían en el esfuerzo físico, sin huir al desgaste ni al hedor nauseabundo de los cuerpos en descomposición. Sus brazos, si no torneados por el trabajo manual, demostraban ser más fuertes de lo que cabría esperar. Mujeres recias, necias, indignadas.

Alma repitió la misma acción durante tantos meses que terminó acostumbrándose al peso del pico. Aunque siempre fue una mujer delgada, lo levantaba y clavaba una y otra vez, removiendo la tierra floja sin demostrar signos de cansancio, más allá del intenso sudor que le empapaba la frente y las axilas.

La tarde caía. Una camioneta ford color guinda se acercaba al sitio donde ellas seguían desenterrando fragmentos de huesos que colocaban en bolsas especiales. Se detuvieron. Algunas secaron su sudor con la manga de la blusa. Del vehículo, estacionado a unos metros de ellas, se bajaron dos sujetos. Uno de ellos, el que llevaba una pesada cadena colgada del cuello y una fusca en la mano, hizo una seña con la cabeza. El más joven y chaparro, con camiseta negra estampada, pantalones anchos y tenis de marca, se acercó a ellas.

A chingar a su madre o me las chingo yo. Levantaron sus pertenencias y comenzaron a retirarse del lugar. Los tipos tenían un trabajo que terminar y no contaban con encontrarlas ahí. Ya dales un plomazo a la verga, Pulga.

Alma sintió erizarse los vellos de la espalda. Miró el antebrazo del muchacho. Le colgaba el santo patrono de los periodistas. Mientras todas se apuraban a subir a las camionetas, ella lo observaba. No debía tener más de veinte años. Lo lamentó, pero sabía que las autoridades no harían nada. Lo había visto antes; policías incompetentes, juicios amañados, jueces corruptos. Lo haría rápido; el movimiento estaba interiorizado. No podía fallar, estaba a menos de un metro de él. Alzó el pico una vez más, como lo había hecho toda la mañana. El filo se enterró en la carne blanda y al momento, un estruendo la ensordeció.

Se levantó de pronto. Fue incapaz de identificar cuánto tiempo había pasado. El cielo gris y una densa neblina que estaba segura de no haber percibido antes le impedía identificar la hora. De pronto, un cosquilleo en la garganta. Abrió la boca, retrajo el dorso de la lengua y permitió que el aire de sus pulmones fluyera. El sonido que salió de ella la desconcertó. Hacía tanto tiempo que no escuchaba su propia voz que le parecía que aquel ruido agudo no podía haber sido pronunciado por ella misma. Probó de nuevo, gritando. Era su voz.

Las voces de una docena de personas se escucharon a su alrededor. La niebla no le permitía distinguir ningún cuerpo, pero sabía que estaban ahí. Resonaban fuerte, junto a la suya. Un quejido que retumbaría por siempre y que por más que lo intentaran, nadie podría silenciar.

Paternidad

Carla Cecilia Cejudo

Patricio Jácome ha conseguido trabajo gracias al invaluable apoyo de Danna Suárez: búsqueda de ofertas, solicitudes enviadas, contactos, gestiones diversas. Como está por terminar la escuela y ella apenas a la mitad, deciden conveniente concentrar los esfuerzos en él.

Su ingreso les permite pasarla sin aprietos y ahorran para continuar con los planes profesionales. Danna es la encargada de administrar el ingreso: ambos están conformes porque ella es organizada y aligera las responsabilidades de él.

Después de dos años de relación reciben con más alegría que estupor la noticia de un embarazo no planeado. Acuerdan que Patricio, aunque ya terminó la escuela con buenas notas, continuará con el medio tiempo para quedar a cargo del bebé y ahora sea ella la que se concentre con ahínco en lo profesional.

Las madres ofrecen apoyarlos porque es el hombre de la casa. Su jefe insiste en que pierde oportunidades que no regresarán: Después será tarde… la vida laboral no entiende de razones sentimentales, Patricio, le repitió con tono más alto el día en que no aceptó el ascenso. El futuro papá se mostró firme al asumir la crianza del niño como estoicidad.

Debido a esta entrega incondicional, Patricio descubre un mundo desconocido: entre otros, el uso del canguro para crear vínculos y estimular el desarrollo del niño; así que, Emilio y él se acompañan en todas las tareas; en cuanto llega del trabajo lo coloca allí y con cada risa o asombro del bebé experimenta entrañables sentimientos. Un mundo tan vivo y maravilloso.

Cuando comenzó a caminar le comentó a Danna que era conveniente deshacerse de la carriola para motivarlo a que se aventure por el mundo con todos sus sentidos. Ella sonrió: …estás embobado. Eres un excelente papá. Ya es momento de buscar guardería. Antes de que pase más tiempo.

─Ahí lo obligarán al cambio de pañal y hay que esperar a que brinque en dos pies, ya falta poco. ─Le desagradó terriblemente la cara de Danna: la misma sonrisa condescendiente con la que solía toparse cuando intentaba hablar de esto con sus pares.

A meses de terminar la carrera, el desempeño de Danna le vale la recomendación de su mentor para un trabajo de sueldo envidiable. Cuando le comparte la noticia, recuerda con ilusión las lejanas tardes de hace dos años, en donde su rostro resplandecía de alegría, su cuerpo contorsionado lo recibía con temeridad y, para no despertar al bebé, cubría sus ruidos con besos.

Patricio se sintió tan arropado e ilusionado con la noticia que aprovechó para plantearle algo que ya se fraguaba en su corazón. No había la menor duda de que Danna aceptaría. Era la mejor decisión: él se quedaría a cargo de la familia, de Emilio y los que viniesen, porque ambos sabían que necesitaba uno o más hermanitos: “seguiría con el medio tiempo… a cargo de la casa… que como puedes ver está más limpia que nunca. Con lo mío y el nuevo sueldo, Danna, ya no faltará más…”

Entendía que Danna era ambiciosa, pero era un acuerdo justo, y no quería coartar de ninguna manera sus deseos. Ahora, a él, le tocaba ser el señor De Suárez.

¿Pretendes que me vuelva a embarazar? ¿Sabes lo que eso significa? ¿Lo que le haría a mi carrera? ¿No ves que estoy iniciando? ¡Qué decepción…! No creí que me salieras tan mediocre.

ANGUSTIA Y SOLEDAD

David Rettig

Norma está feliz y emocionada. Revisa el informe realizado por su equipo de trabajo. Ronda los cuarenta, es rubia de pelo largo alaciado; luce una falda entallada de color beige con una elegante blusa blanca escotada y un blazer amarillo de Dolce Gabana. Añade elementos al informe. La recién galardonada por la COPARMEX encabeza una empresa. La CEO que llevó a la firma a aumentar su valor de mercado de veinticinco mil a cien mil millones de dólares, osadía que ningún hombre predecesor logró en su primer año. El consejo de administración está feliz, ella aparece este mes en la portada de Forbes cuyo encabezado enuncia: “La mujer más influyente de América Latina”. 

Apasionada en la revisión, comienza a sentir un calor interno que la ruboriza. Se quita el saco amarillo, mete en la bolsa del costado la llave de su camioneta Audi 8 y su iphone, tiene el hábito de guardarlos juntos. Cuelga el saco. Comienza a recitar la presentación que dará, ya sin zapatillas, unas lujosas y brillantes estiletes de Jimmy Chou. Las acaba de dejar sobre una caja de madera, con una luz que alumbra el calzado como si fuese propio de un nicho de la tienda.

 Camina de un lado al otro de la oficina; un lugar con ventanas amplias. La altura le permite ver las parpadeantes luces nocturnas de esa, su ciudad que nunca duerme. Hace una pausa, contempla las hermosas zapatillas que le regaló Jorge, su novio, el día anterior. Recuerda la voz susurrante de su amado, cuando le dijo al oído en medio de aquel delicioso jugueteo. Entrecierra los ojos, recuerda las manos firmes apretando sus nalgas, siente nuevamente el placer de estar arropada y poseída: 

—Póntelas cariño, te hacen ver más bella, me excitas más, resaltan esto —e imagina las manos de su pareja apretando sus duros glúteos. 

Regresa de esa fantasía. Se ve en el espejo y sonríe: afirma con una mirada y un movimiento de cadera su pronunciado trasero, continua con su caminata y recita durante unos minutos. Añade y tacha elementos al informe. En eso escucha su iphone, aunque intenta ignorarlo, el timbre repica siete veces. —Hola —escucha la voz y oye en la lejanía, a Jorge gritando —no les hagas caso —, y después escucha un golpe seco —puuj— y un sonido como de alguien sofocado y una voz grave, casi artificial:  

─Baja ahora, toma tu coche y tienes media hora para ver a tu amado antes de que se publique lo que te estoy mandando.

Dice con voz tambaleante   — Pero ¿qué quieres? 

—Que no le digas a nadie, trae tus tarjetas. Y nada de guaruras. 

En ese momento abre en su celular un archivo recién llegado. Descarga un video: aparecen ella y él, siente una punzada y un escalofrío y llega por SMS una dirección de una calle de un lugar desconocido, la pone en el Waze.  Hace doce minutos y dice a su interlocutor: 

—Llego en quince.

Se calza sus zapatillas, abre la puerta del elevador. Da directo a su oficina, pasa el ojo por el sensor de seguridad y dice —Planta baja.

—Hola Norma, buenas noches, te dejo tu música favorita— y ella desesperada, agitada, grita: —¡apúrate, puta madre! —. Piensa en ese momento decirle a Poncho, su guarura, que vaya a comprarle algo a la farmacia. Le manda un Whatsapp. 

Recapacita, “¿dije planta baja?” y se recrimina dándose un impaciente golpeteo en la pierna.

─ ¡Detente, llévame al sótano uno!

 El elevador se detiene a la vez que toca la sinfonía número cuatro de Beethoven. La música, en vez de relajar la situación, comienza a llevar a Norma por un espacio emocional lúgubre y agitado. 

El elevador para. Son ya casi las diez de la noche y en el sótano sólo queda su camioneta. Camina hacia ella, está a quince metros frente a la puerta, pero le llama la atención que el sótano está solo, y sólo hay una luz parpadeante. Su corazón se agita más. Camina los primeros metros. Sigilosa. Aunque el claqueteo de las zapatillas se escucha como un tambor firme, no parece arrebatado, sino profundo. Recorre unos metros. El parpadeo aumenta.  Escucha un chillido. Es como una rata. Un ruido de algo.  De metal. Se escucha fuerte. Ella se asusta: llora. El claqueteo de los zapatos aumenta. Corre. Se tambalea. Piensa en cómo es de cabrona la vida: “te quita y te da todo en segundos”. Llega a su camioneta:  se da cuenta de que no lleva su saco, solo el celular. Dejó la llave arriba. 

—¡Pendeja! — Se recrimina.  Llora, en silencio, tapando su boca. 

Está desconsolada; sigue la luz intermitente, y cada vez más se percata, de que el sonido chirriante del foco, no la deja en paz. Piensa lo peor. Ve escenas terribles. Imagina y piensa en los noticieros: Violación. Asesinato. Secuestro…. Piensa cómo regresar, cómo decir que no llegará en quince… Ve a Jorge el día anterior.  Fuerte. Jadeante. Y ahora… con sangre. Se agacha. Se descalza. Avienta las zapatillas. Corre al elevador. 

—¡Pent-house!

La cuarta sinfonía suena. Se ve en el espejo. Rímel corrido. Manos tambaleantes. Entra a su oficina. 

Suena el celular.  ─ ¿Cómo estás mi amor? — Es Jorge.

Ella grita, llora, no sabe qué ha pasado. Le pide que vaya por ella, no se siente capaz de manejar y no quiere que Poncho la vea así.

Abre el celular, pone el video nuevamente. Ve algo raro.  No son las manos de Jorge, ni el cuarto de hotel, pero sí sus voces. 

Llama a la policía, quiere hacer una denuncia. Se da por vencida. Jorge llega, le llama y le dice que la espera abajo, en la calle, en la camioneta. 

Es una Range Rover que ella le regaló. Sube a la camioneta. Jorge la abraza, pero ella siente algo extraño. Suena nuevamente el celular. Es uno de los miembros del consejo de administración. El señor De La Mora. 

–Norma, nos ha llegado un video. Tu puesto está en riesgo, viene una amenaza de que se publicará en unas horas si no haces lo que te pide Jorge Ríos. ¡Ve el mensaje! 

Ella lee el mensaje, y sonríe sintiéndose más poderosa. Él la ve, sonríe, y le dice: 

─Veinte millones en mi cuenta mañana.

En ese momento una estampida de patrullas llega al lugar. 

Jorge la mira con las esposas detrás. 

Norma camina se acerca a él y le dice: —Perdiste, todo esto y lo demás—. Se aleja de la camioneta y re-lee el mensaje del consejo: 

Estamos contigo, una mujer con poder es más valiosa.

Observa su silueta reflejada en los vidrios de la sucursal; detrás una pantalla con su imagen, arriba de ella, está la marca del banco, roja, grande, poderosa. 

Pero…siente que una extraña soledad la inunda.

PELUSAS

María Eugenia Márquez
Si deseas transformarte,
deshila tu mente y borra juicios.

 

 

En lo más profundo de aquel abismo vuelan entre el viento aquellas pelusas viajeras. Sin rumbo alguno. Alejándose una y otra y otra vez entre aquellas profundidades hasta perderse unas de otras. Ninguna vuelve a encontrarse, ni a retornar a la profundidad abismal de su origen.

Algunas pelusas, de las que aún permanecen varadas en aquel lugar, se preguntan por el destino de aquellas que se han aventurado más allá de sus límites con el fuerte viento que las invitó, ¿podrían enviarles un mensaje si aún están viajando o si se encuentran varadas?

Su curiosidad quizá también las impulse a salir de su confort.

Esa duda inquieta a las más pequeñas y se prometen entre ellas que si un día alguna decide aventurarse e irse con el viento, hasta su destino o donde se amaine y se arraigue, prometen regresar a contar lo visto y vivido durante su entrañable viaje.

El tiempo corre como el viento por aquel abismo en ráfagas, llevándose las pelusas entre su gravedad, hasta desdibujarse con el destello de luz invisible a todo sentido, para así poder emerger de entre el océano de posibilidad llamado “cambio oportuno”.

Ya no son más pelusas. Han transmutado. Son pequeñas chispas de luz viva. Su poder hace un llamado a sus hermanas para conformar redes gigantes de comunicación y realizar milagros.

La maravilla crea masas de incondicionalidad, replicándose una y otra vez por el vasto universo, buscando la esencia en sus orígenes para alcanzar el rango y cumplir la promesa de regresar por las pequeñas y las nacientes…

La metamorfosis en su vida es el cambio perpetuo, en todo sentido, para encontrarse algún día con su verdad…

LA VIDA ACECHA

Carlos Antonio Fernández

Luis era un soldador calificado. Le gustaba su trabajo: soldar tanques de camiones cisterna. Podía estar tres, cuatro horas soldando sin parar. Incluso, solía quedarse a trabajar en la fábrica después de la hora de salida. Tanta era su pasión por caretas y electrodos que dedicaba las mañanas de los sábados a soldar, en el patio de su casa, mesas, bancos, rines y un sinfín de enseres metálicos que los vecinos le llevaban a reparar. Imaginaba que era un cirujano y que las cosas que arreglaba eran personas enfermas que debían ser operadas. Se esmeraba para que sus cordones de soldadura fuesen delgados y rectos, al igual que las incisiones del bisturí en la carne humana. Devolvía a sus dueños los objetos restaurados, mostrándoles con orgullo la reparación y dándoles indicaciones precisas para evitar nuevas averías. Alguna vez miró un documental de cómo se había originado el universo. Las imágenes en la pantalla del televisor dejaron fuertes impresiones en él: explosiones amarillas y azules, lucecitas saltando en forma radial por todos lados, destellos viajando a gran velocidad para formar cúmulos de galaxias. Se convenció de que el big bang había sido, más que la explosión proveniente de un punto infinitesimal, Dios tapando un agujero en los muros de la eternidad con la ayuda de una soldadora de dimensiones colosales.

Uno de esos sábados, cerca de las diez aún no había caído ninguna chamba, por lo que Luis se entretuvo soldando piezas de metal desperdigadas en el suelo. Sería una buena oportunidad para practicar cordones de soldadura. Esa mañana, la claridad del aire era tanta que alcanzaba a ver los volcanes como no los veía desde niño, cubiertos del manto blanco que resaltaban sus formas humanas: un guerrero de rodillas con su penacho humeante frente a la princesa que duerme el sueño eterno. Ensanchó los pulmones y tomó de ese aire fresco, reluciente, inspirador. Se puso el delantal de cuero, los guantes de carnaza y la careta. Unió barras con pedacería de canales y tuercas; mallas corroídas con fragmentos de hojalata. Sin poner atención al resultado final, fue moldeando lo que parecía ser la figura de un pájaro con todo y alas. Un sobrante de placa en forma de triángulo encajó de maravilla como pico; a ambos lados, rondanas y balines conformaron los ojos. Vio que la cazuela con la que se formaban pecho y vientre era muy pequeña, así que la sustituyó por el mofle de un automóvil, aunque, al final, el tronco quedó grande con relación a las extremidades. Pensó: “Este pecho podría albergar el corazón, no de un zanate, más bien de un cisne”. Su habilidad para forjar tubos le facilitó la manufactura del cuello curvo. Llamaron a la puerta. Era la señora que vendía atole y tamales en la acera de enfrente.

̶ Mai, buen día. ¿Me haría el favor de arreglar esta silla? Mire, se le zafó una pata.

Luis vio el desperfecto y asintió con la cabeza. Ofreció entregarla más tarde. Puso

silla y pata en la mesa de trabajo junto a la pieza que construía. Encontró entre sus tiliches el ángulo que le permitiría unir la pata desprendida al asiento; lo rayó con un fragmento de segueta para cortarlo a la medida. Con ayuda de dos pinzas lo aseguró a la silla volteada Tres puntos de soldadura permitieron fijarlo. Estaba listo para echar el cordón completo. Sacudió la cabeza para que la careta resbalara y le cubriera el rostro. Al contacto del electrodo con el metal, brotaron multitud de chispas, una de las cuales cayó sobre el pecho de la figurilla en forma de cisne. Imágenes del big bang pasaron por su mente.

Ocurrió que esa chispa, inusualmente grande, al enfriarse no devino en grumo adherido al acero. Toda ella se fundió sobre el centro de la lámina tomando la forma exacta de un corazón, que desde ese momento empezó a contraerse y dilatarse: lup-dup, lup-dup, lup-dup.

EL VENDEDOR

Antonio De Villa

Al observar cómo caía la lluvia blanca sobre el pueblo, Etelvino tuvo la certeza de que algo ocurriría. Esa noche olvidó dormir.

Al día siguiente aún quedaban vestigios de la extraña lluvia sobre la plaza, donde un extranjero de cabello antiquísimo, mugre inmemorial y ropas que le desgarraban tiempo al tiempo, gritaba invitando a todo el que pasaba a reunirse en torno a él. La gente se sintió atraída no por la voz cavernosa de cien siglos, ni por la invitación a escuchar un destino sin futuro, ni por la figura de aquel hombre erosionada por mil años de recorrer el mundo, sino por el simple hecho de ser extranjero en un sitio arrancado de la memoria de los mapas, y de los días y de las noches. Nadie hablaba, se conformaban con escuchar al hombre que, levantando sus brazos largos y delgados como varas de caña, prometía la llegada del destino, el apaciguamiento del alma inquieta, el sosiego de la desesperanza, la paz para todos y cada uno de los habitantes de aquel pueblo recordado por El Altísimo.

No era el primer extranjero que llegaba al pueblo con palabras y promesas alentadoras; otros tres caminantes ya habían pisado la tierra quemada de las calles sin trazo, cuando tres veces se le olvidó al cielo que tenía que llover, porque eran los meses de lluvia. Y con ellos trajeron la desgracia de las siembras perdidas; las promesas de ricas cosechas a cambio de un templo para el santo patrono del pueblo que todavía no nacía; de la salvación del alma a cambio de limosnas para los pobres de un continente lejano, que eran más pobres, incluso, que los pobres del pueblo; o el descanso en la paz eterna si dedicaban toda su vida a la devoción y a la fe de un dios que no podían ver ni escuchar, mucho menos tocar. Pero fe era una palabra olvidada en un rincón de la memoria de toda esa gente, que de tanto olvidar ya había olvidado cómo se olvidaba y lo hacían más por costumbre que por ganas. Así como llegaron los misioneros, se fueron, porque don Palemón Aguirre, el viejo presidente del pueblo, los había mandado a darle promesas de fe, con todo el respeto que se merecían, a su chingada madre. Y esta vez no sería la excepción, pensó don Palemón, y echó a andar rumbo a la plaza arrastrando sus piernas, sus ciento treinta y dos años y la poca vitalidad que le quedaba de hombre amansatoros.

—Dígame, paisano, ¿qué es lo que lo trae por estos rumbos? —interrumpió al extranjero con voz que no llevaba prisa.

El extranjero lo miró como escrutando en ese rostro de anciano la intención de la pregunta.

—Vengo a ofrecerles, pobres almas angustiadas, la paz tan anhelada por su corazón —contestó con la misma calma.

—¡Ah caray! Y dígame usted, ¿cómo piensa darnos esa paz de la que habla?

—De la única manera que existe, con la única forma en que el Altísimo nos puede dar la paz interior —el extranjero hizo una pausa. La gente se apretujaba para oírlo. — Les vengo a vender sueños.

El silencio fue tan absoluto, que el mismo aire frenó su carrera infinita para no interrumpirlo. Las aves quedaron suspendidas en un viento ausente, incluso una hoja desprendida de la jacaranda de la plaza interrumpió su viaje a la tierra. Al tiempo se le olvidó existir como esperando una revelación que confirmara su existencia.

La palabra sueño recorrió todas las bocas sin que estas se abrieran, sin producir sonido alguno, sin pronunciar esa palabra que parecía recién inventada por el extranjero. Don Palemón hurgó en su cabeza el significado y solo encontró una imagen vaga de cuando su madre le compró, en la feria de San Agustín, un caballito de madera y salió más atrás de la milpa imaginando que era un bravo ranchero que cabalgaba para atrapar caballos salvajes, encarnados en la forma lánguida de su perro “El Voltereta”. Pero entonces era un niño. ¿Un niño? Otra palabra mágica, pensó y volteó buscando a Teresita, la hija de doña Jovita, y que a sus veintiséis años era la persona más joven del pueblo, porque después de ella, ya nadie quiso tener hijos, o acaso se les olvidó cómo tenerlos; olvidaron cómo amar. Amar, amar, ¡amor! Retumbó en su mente como martilleo y la única imagen que llegó junto con la palabra fue la de su padre dormido, tendido sobre un petate, y él, niño nuevamente, lo sacudía con todas sus fuerzas tratando de despertarlo y su madre lo detenía diciéndole con la voz apagada por el llanto, “no hijo, no está dormido, está muerto, lo mataron porque tenía deudas de juego, deudas de honor que no pudo pagar”. Y apenas en ese momento, notó los tres pequeños agujeros en el pecho, por donde sin prisa, aun fluía un líquido rojo tiñendo el petate y recordó que aquel día lo primero que aprendió a olvidar fue la muerte.

Miró la cara untada a los huesos del extranjero y por fin rompió el silencio:

—¿Y cuánto cuesta cada sueño?

La muchedumbre se formó en una larga fila que daba dos vueltas a la plaza. Etelvino, con su piel morena picada por los vestigios de la feroz varicela, cabello rizado y grandes ojos negros, observaba sentado en el portal de los comercios, tratando de recordar algún viejo sueño perdido en la ausencia de los años.

El primero en comprar un sueño fue don Palemón Aguirre, no tanto para poner el ejemplo, como por la necesidad que le embargó producto de sus recuerdos.

—Deseo soñar con la muerte —fue todo lo que dijo y bastó para que toda la gente se mirara sorprendida, como si aquellas palabras fueran una revelación hecha por un ser prodigioso y, que, sin darse cuenta, había vivido entre ellos. Pero esa sensación se desvaneció con la aparición de pequeños brotes de recuerdos de hombres, mujeres, niños y ancianos que habían muerto hacía siglos y que ahora aparecían en el mismo lecho donde los vieron por última vez, yertos y pálidos, antes de viajar al reino del subsuelo.

—Yo quiero soñar con una mujer, de caderas anchas y pechos grandes y firmes —pidió don Esteban Graciado, quien era segundo en la fila y recordó su juventud cuando no había mujer a la que no acostara en su cama, o en cualquier sitio donde pudiera practicar el eterno rito del amor, por lo cual, había estado en la mira de las pistolas y rifles de la mitad de los hombres casados y aun sin casar del pueblo, sin que ninguna bala llegara a su destino.

Una mujer tímida y callada llegó hasta el extranjero, quien la miró con sus penetrantes ojos. El pueblo sabía de ella, la conocían todos y todos sabían de la pena que cargaba. La mujer y el vendedor cruzaron sus miradas hasta que, con los ojos clavados en el famélico semblante, al fin encontró el ánimo para pedir lo que por tantos años anhelaba.

—Yo quiero soñar y abrazar a mi hijo, aquel que la agua se llevó —suplicó Margarita con voz quebrada. La figura de aquella mujer menuda, con rostro lleno de ansiedad y ojos inquietos, deambulaba todos los días desde hacía décadas, recorriendo el pueblo de arriba a abajo, hurgando, buscando al pequeño de tres años desaparecido desde hacía tantos años que ya nadie llevaba la cuenta. Ante sus palabras, quienes estuvieron presentes recordaron lo ocurrido durante la inundación del siglo pasado, cuando como cada tarde, ella lo dejó jugando en su sencilla casa de paja, barro y piso de tierra, mientras iba al negocio de don Feliciano, panadero y médico del pueblo, en busca de la leche y dos panes de azúcar para cenar, y cuando apenas había avanzado unos cuantos metros, sin mediar aviso, comenzó el funesto aguacero. Margarita no llegó a la panadería, la lluvia, en un cruel ardid del destino, no se lo permitió y la obligó a devolverse solo para mirar como el rio se desmadraba y en su camino encontraba el gusto a la humilde choza para llevársela entera sin dejar nada atrás, ni la casa, ni el niño, ni la maternidad rota de Margarita, solo el piso de tierra que ya no era de la casa.

Así, la procesión siguió, cada persona pidió un sueño distinto al de los demás, tan variados como es posible recordar, tan increíbles como es posible soñar. Los más jóvenes, invocaban los sueños de la vejez y los ancianos a su vez, los de la juventud, formando un crisol de anhelos y experiencias que devolvían la vida a ese pueblo muerto en sus entrañas, resucitando la esperanza de la humanidad por perpetuarse.

La luz del día se alargó por treinta y tantas horas, como si alumbrara la escena para El Altísimo, como testificando el milagro de las nuevas ilusiones con la magia del despertar de la muerte, al sueño de la vida.

Al fin, no quedaba ninguna otra persona por comprar un sueño más que Etelvino, quién al escuchar cada sueño solicitado, fue recordando todos los detalles olvidados de su vida vivida sin razón. Cientos de sentimientos asaltaban su mente, recorrían su cuerpo, le enseñaban un mundo que nunca hubiera podido imaginar, porque hacía miles de años, había olvidado cómo soñar.

Se acercó al extranjero, quien lo miró sin pronunciar palabra, esperando al igual que todos, la última petición. Todo lo posible por soñar había sido pedido ya, y la expectación por un sueño desconocido llamó la atención de todo el pueblo.

Después de pensar unos minutos, Etelvino se animó:

—Quiero ser vendedor de sueños.

En ese momento, ante el conjuro de la petición, el aire continuó su carrera infinita, las aves retomaron su vuelo inmersas en un viento renovado proveniente del este y la hoja de la jacaranda, suspendida durante tantas horas, se posó suavemente, al fin, en la tierra seca de la plaza. El tiempo confirmó su existencia reanudando su camino y la noche cayó dando por terminado aquel extraordinario día.

El pueblo despertó envuelto en la bruma de una orgía de sensaciones, originadas por el arribo de los recuerdos. La gente salió de sus casas, mujeres y hombres observaban con timidez a sus vecinos como si de desconocidos se trataran, se cruzaban entre ellos e intercambiaban saludos en aquel nuevo día lleno de luminosidad, de aire fresco y aromas renovados. Los acontecimientos recientes comenzaron a recorrer las bocas de todos los habitantes: don Palemón Aguirre había muerto en el transcurso de la noche, de muerte natural; don Esteban Graciado murió también, víctima de una bala que en esta ocasión sí llegó a su destino, proveniente del rifle del marido de la mujer que dormía a su lado, de pechos firmes y caderas anchas; Teresita se convertiría dentro de nueve meses, en la primera nueva madre del lugar. Del extranjero de cabello antiquísimo y mugre inmemorial, solo quedaba un vago recuerdo parecido a un efímero sueño.

Margarita con su andar habitual y su rostro siempre lleno de ansiedad, paseó y escuchó las novedades sobre tantos acontecimientos ocurridos en el pueblo, sin que ella dijera ni una sola palabra. Quienes se cruzaban por su camino, la saludaban sin preguntar sobre su sueño, quizá porque pensaban que lo pedido por aquella menuda mujer, era más que imposible, o tal vez por la costumbre de no mencionar nada del hijo fallecido. Una cosa era soñar con la muerte o con una mujer de caderas anchas, pensaban, y otra muy distinta pedir que un niño difunto se devuelva de la muerte para reunirse con su melancólica madre, y se alejaban santiguándose, solicitando misericordia a quien quiera que la otorgara.

El día comenzó a ceder y Margarita regresó a su casa, construida con tablas, vigas de madera y piso de tierra, qué, entre todos los habitantes del pueblo, le construyeron en aquel mismo lugar donde el río le arrancó la alegría de su vida. Llena de tristeza y resignación la observó, y en la penumbra del ocaso, le pareció igual a la de paja y barro, ¿acaso la bruma de aquel crepúsculo la hacían ver alguna visión?

Al entrar observó asombrada a un pequeño niño de siete años acostado en el piso. En medio de la intriga y la sorpresa se detuvo preguntándose qué hacía ese niño ahí, en medio de su casa, comportándose como si fuese suya.

—Mira mamá, mira cómo la gente se arremolina en torno a ese hombre que lleva un martillo en las manos —comentó el pequeño con entusiasmo sin dejar de mirar el techo. El asombro de Margarita aumentó y de manera instintiva dirigió la mirada hacia arriba, pero solo observó la podredumbre de las vigas que daban forma al techo de dos aguas.

A su mente llegó el rostro velado por tantos años de su pequeño perdido, pero no llegó ningún nombre que pronunciar. No supo que responder a aquel niño de cabello rizado y ojos negros el cual, acostado y retozando a sus anchas, le había llamado “mamá”.

—Discute, mamá, mira, está hablando con el cura de su pueblo, mamá, está preocupado porque no llegan las lluvias mamá, y él los quiere ayudar, quiere que las lluvias regresen.

Las palabras eran emitidas con tanto fervor que contagiaban entusiasmo, la mirada encendida la invitaba, y sin cuestionarse más, Margarita decidió recostarse en el piso de tierra desnuda junto a aquella criatura. Su mente trataba de entender quién era ese niño que hablaba con tanta pasión y no se parecía al de sus recuerdos. Dudó. Quería recordar el nombre olvidado y en su búsqueda, recorrió el pequeño rostro de grandes ojos negros, piel morena picada por los vestigios de una feroz varicela y enmarcado por el rebelde cabello rizado. Observó con detenimiento la alegre expresión de aquel chiquillo que no cesaba de contar su historia. Ese pequeño acostado a su lado ya no le resultaba desconocido del todo, pensó, y comenzó a reconocerlo.

—Muéstrame, dime lo que ves —pidió aun dudando.

El niño continuó por un largo rato, relatando todo lo que observaba. A su lado, Margarita miraba hipnotizada las muecas del pequeño narrador, permitiendo que las palabras que salían de esa infantil boca la elevaran del piso de tierra para trasladarla hasta una iglesia extraña por completo, en un lejano y mágico pueblo, desconocido para ella.

Al concluir el relato ambos se quedaron acostados en silencio durante unos minutos, hasta que Margarita atinó a decir;

—¿De dónde sacaste esa historia hijo?

—La soñé en mi cama anoche, mamá, hoy por la mañana la recordé y por eso vine a casa, para esperar a que regresaras y contártela, mamá.

Pasaron los minutos de un nuevo silencio el cual los abrazó como si fuese algo cotidiano, y que, en esta ocasión, solo aquel niño de piel morena se atrevió a romper;

—¿Sabes mamá? También tuve otro sueño. Soñé que era grande y que vivía muy lejos de aquí, en una casa pequeña pero muy bonita, donde entraba mucha luz y yo caminaba descalzo sobre los pisos que ya no eran de tierra y en ella escribía mis sueños. Cuando sea grande, mamá, quiero contar mis sueños. ¿Tú crees que los pueda escribir?

—Podrás hacer lo que tú quieras, siempre que tu corazón así lo deseé. — respondió Margarita.

—Eso quiero mamá, ese es mi sueño, quiero ser escribidor de sueños.

—Lo sé —dijo extendiendo sus brazos para al fin, después de tantos años, abrazar el pequeño cuerpo de su nuevo hijo—. Etelvino, hijo mío, ahora lo sé.

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